El soldado romano
“El soldado romano”
Vinicio Jarquín C.
22 de agosto de 2015
Hace algún tiempo he tenido ganas de
escribir acerca del soldado romano que fue testigo de la crucifixión de Cristo.
Por supuesto que todo lo que diga sería parte de una investigación realizada gracias
a los alcances de Internet, no tengo noticias nuevas ni material renovado, y
ciertamente no fui testigo de tal evento maravilloso que sirvió para cambiar la
vida de muchos de los que estuvieron presentes o no, en aquellos días, y muchos
de nosotros que más de dos mil años después todavía seguimos creyendo que quien
murió en ese lugar fue verdaderamente el hijo de Dios.
He navegado mucho por páginas y
páginas, y he logrado conseguir información valiosa que me ayude a hablar un
poco de ese hombre que fue testigo del gran momento de la historia universal de
la humanidad.
Según algunas tradiciones cristianas,
nuestro personaje se llamó Longino, Longino de Cesarea y hoy conocido como San
Longinos por la Iglesia Católica, que de alguna manera siente una necesidad de
convertir en santos a todos aquellos que han sido figuras públicas
interesantes. Fue él quien traspasó el costado del cuerpo de Jesús con su
lanza, conocida también, por esa misma iglesia, como la “Santa Lanza”, como si
fuera la “Bati-lanza” o la “Súper-lanza” de ser otra la organización encargada
de poner los nombres.
En todo caso, Longino no aparece en
los evangelios, o al menos no se muestra su nombre, pero si su presencia en un
momento tan importante, conocido como el Centurión, y quien dijo ante la muerte
de Jesús: “En verdad este era el Hijo de Dios”, nacido en Italia y convirtiéndose
en uno de los personajes o predicadores más conocidos del mundo. Tuvo a su
cargo pronunciar esas maravillosas palabras que han dado vida o fuerza a todas
las religiones cristianas de la historia.
Tantos años después es difícil conseguir
pruebas de que ese fuera de verdad el nombre del soldado romano, pero tendremos
que creerlo para este documento que hoy escribo. Ese nombre fue utilizado por
primera vez en un texto de un manuscrito de Juan que data del año 586, o sea
más de quinientos años después del hecho. Me voy a atrever a hacer un juego de
años; imaginemos que una generación de aquellas viviera unos 40 añitos, eso
quiere decir que en quinientos años pasaron más o menos 12 generaciones. O sea
que si el narrador fuera yo, hoy estaría asegurando que ese gran personaje se
llamó Longino, y lo juro porque me lo contó mi “tatara tatara tatara tatara
tatara tatara tatara tatara tatara abuelo”, que por cierto tendría que
mencionar que dentro de esas doce generaciones es posible que unas seis no
supieran escribir, o que la historia se hubiera brincado a una, en el caso en
que a un muchacho no se lo contara su padre, sino su abuelo. ¡Hay, qué
cansado!, así que las probabilidades de que ese sea el nombre son tantas como
si se llamara “Pánfilo Carranza”; pero en todo caso lo dejaremos que se llame
Longino, porque eso no cambia el Plan de Salvación ni afecta mi relación con
Dios. Aunque algunos legalistas frunzan el ceño ante mis comentarios “insolentes”.
El evangelio de Juan menciona que un
soldado romano, estaba entre los encargados por Pilato de la crucifixión de
Jesús, clavó una lanza en el pecho del ajusticiado con el propósito, quizás, de
confirmar su deceso; y ahí empieza la leyenda.
Recordemos que una leyenda es una
narración de hechos naturales, sobrenaturales o mezclados, que se transmite de
generación en generación de forma oral o escrita. Generalmente el relato se
sitúa de forma imprecisa entre el mito y el suceso verídico, lo que confiere
cierta singularidad. Se ubica en un tiempo y lugar que resultan familiares a
los miembros de una comunidad, lo que aporta al relato cierta verosimilitud. En
las leyendas que presentan elementos sobrenaturales como milagros, presencia de
criaturas férricas o de ultratumba, etc., estos se presentan como reales (pudiendo
serlo o no serlo), porque a menudo experimentan supresiones, añadidos o
modificaciones que expresan un estado extraño, surgiendo así todo un mundo
lleno de variantes.
Por lo tanto, aunque este relato se
presente en la Biblia y yo lo crea, sigue siendo una leyenda por la
permeabilidad que tiene en cuanto a sufrir modificaciones en el contenido o
narración, sin contar las licencias que el autor pudo haberse dado a la hora de
contarlo a quien se lo contó a alguien, y ese a otro, para que lo escribiera
tal cual, según ellos, y que quedara anotado en la historia, dispuesto a sufrir
variantes de traducción a lo largo de veinte siglos.
Volviendo al momento de la lanza,
cuenta la Biblia que a dos de los tres condenados se les quebraron las piernas
para asegurarse que muriesen, pero que ya para ese entonces Jesús había muerto
y no fue necesario hacerlo; todo eso para cumplir con la profecía de que no
serían quebrados sus huesos, aunque no tengo a mano el versículo que lo profesa;
sin embargo este soldado le abrió el costado con una lanza, y al instante salió
sangre y agua, según la versión Reina Valera de 1960, aunque los evangelios
sinópticos no registran ese suceso, así como tampoco lo hacen los apócrifos más
antiguos.
Antes de terminar con esta parte de la
historia, tengo que comentar que algunas versiones posteriores de la leyenda,
que ya dijimos que puede sufrir modificación o agregados, aseguran que era
ciego y que con el contacto con la sangre del Salvador le fue devuelta la vista.
También dicen que ayudó a lavar el cuerpo de Jesús después del descenso de la
Cruz; y aunque su destino no es seguro, se le veneró como mártir, fijando su
muerte en Capadocia, y que su cuerpo fue encontrado en Italia en el 1303, más
de mil doscientos años después, junto con la “Santa Esponja” (“Bati-esponja”,
no me pude resistir) empapada de la sangre de Cristo. Finalmente les cuento que
son dos o tres iglesias las que aseguran tener sus reliquias. Si quieren creer
en todo esto, porque están en su derecho, les cuento que el 16 de octubre es el
día de San Longino.
En todo caso, hoy no estoy tratando de
probar que la historia o leyenda de la crucifixión es verdad o un mito, ni creo
que llegue a hacerlo porque yo lo creo y quiero vivirlo por fe, solo quiero
hablar un poco del soldado que presenció el momento, y lo haré pensando en su
condición de humano, no tanto de soldado y por supuesto no dándole título de
santo o llamarlo el “Bati-centurión”, pero sí dándome permiso de ser un poco
romántico y muy cristiano, a la hora de ver los grandiosos detalles mientras
estuvo de frente al Señor de Señores, y presenciar su muerte.
Según yo, y supongo que también según
algunos de ustedes, como fue la vida del soldado romano ese día y en ese lugar.
Los romanos no eran torturadores,
aunque sí invasores; estaban en una tierra extraña, fueron extranjeros frente a
tradiciones que no necesariamente eran las que vivían en su casa; eran
militares con código de honor que solo seguían órdenes. Habían dejado sus
familias para venir como miembros de un ejército, y en ese momento a este pobre
desgraciado le tocaba la tarea de acompañar a un “malhechor” para ser ejecutado,
junto a dos ladrones, por ordenes de sus superiores; o más bien por la falta de
decisión que tuvo Poncio Pilatos al no decidir qué debería hacer con este
judío, que de todos modos al no decidir estaba decidiendo, y por esto tuvo la
responsabilidad de la muerte de Cristo. Supongo que aunque lavó sus manos,
debió haberlo hecho miles de veces más, y jamás encontró la paz en su corazón o
se libró de las pesadillas que esta falta de decisión le causaron.
El soldado pudo ser testigo,
seguramente, de la orden que fue dada en el palacio, y definitivamente en el
camino al ver a un hombre educado y reservado, sufriendo mientras cargaba una
cruz que pesaba mucho más que él, mientras sangraba a causa de una corona de
espinas que algún grupo de “payasos” condenados le habían colocado; además del
dolor que seguramente llevaría por los latigazos que recibió antes de emprender
el camino al lugar en donde moriría, y aunque el soldado no lo sabía, sería el
cerro en donde entregaría su último respiro, de la mano del Espíritu Santo, por
la salvación de la humanidad entera.
Pobre e infeliz soldado que esa mañana
se levantó en un cuartucho suponiendo que sería un día normal o como cualquier otro,
pero que en ese momento custodiaba la crucifixión de un hombre de unos 33 años,
al que le gritaban en tono de burla que era “El Rey de los judíos”.
No sé cómo eran este tipo de
situaciones, si mucha era la gente que caminaba junto a los condenados, pero
ciertamente hoy sí lo eran. El centurión tenía la responsabilidad de mantener
el orden, de que la gente no agrediera al culpado, ni lo liberaran en el
trayecto; así como controlar a sus subalternos para no llevar un mal reporte de
la misión que se les había encomendado.
Finalmente llegan al lugar en donde
todo terminaría, con la esperanza de que fuera rápido para poder volver a su cuartucho
y tal vez escribir una carta a su familia para comentarles que había sido un
día normal, crucificar a tres tipos, controlar las masas y regresar para
descansar; pero ciertamente todo esto no era lo que lo esperaba, y estaba a
punto de ser testigo de uno de los más grandes momentos de la historia de la
humanidad, un evento que le cambiaría para siempre.
Clavaron a los tres hombres y subieron
sus cruces. Su mirada no se había encontrado con la de Cristo. Era un hombre
entrenado que sabía que no debía intercambiar miradas con los crucificados, que
solo era un trabajo que alguien tenía que hacer. Pasaron algunas horas, no sé
cuantas y no quiero investigar para no tener información de leyenda, que
posiblemente no sea cierta.
Seguramente su preparación le había
dado un corazón duro, como para no flaquear ante los lamentos de los hombres
que acompañaban a Jesús, o como para no llorar ante las lágrimas y dolor de la
madre del Salvador que a sus pies sufría, no sé si gritando o en silencio, y
sin que el soldado supiera que ella era nada menos que la Virgen María que el
mundo entero llegaría a respetar.
Este parecía ser un día normal, pero
ciertamente no lo fue. El soldado romano volvió a su cama manchado de la sangre
del Hijo de Dios. ¡Nadie puede ser salpicado con la sangre de Jesús y pasar una
vida normal!
Me imagino que el soldado pensaba que
le importaba un comino quien era este hombre al que tenía que crucificar, de
todos modos no era el primero ni sería el último. En su profesión le habría
encomendado esta tarea decenas de veces, con culpables y con inocentes, pero no
dependía de él juzgarlos, solo acatar las órdenes recibidas y cumplir la tarea.
De pronto el condenado del centro
levantó su cabeza y dijo: “¡Padre!, perdónalos porque no saben lo que hacen”,
en ese momento el soldado cometió “su más grande error”, miró a Jesús en el
momento preciso en que el Cordero lo vio a los ojos. Una mirada tan profunda
que le caló lo más adentro posible, agitó su corazón y puso a palpitar su alma.
Había recibido una mirada, ya no solo era el cartel que decía “Rey de los judíos”,
era el Rey de Reyes quien lo estaba mirando a los ojos.
En ese momento el cielo se oscureció,
la tierra tembló y una fría brisa abrazó su cuerpo, desde la parte baja de la
espalda hasta el cuello, erizando su piel a pesar de estar en ese calor
impresionante del monte de la Calavera. El Centurión había sido tocado por
Dios. Seguramente en ese momento una lágrima empezó a bajar por su mejilla, y
tuvo que limpiarla para que no fuera vista por sus hombres, así como tomar
fuerza para no caer rendido a los pies de ese hombre que estaba a punto de
morir bajo su mando.
Había chocado miradas con aquel que
vio a Lázaro levantarse de los muertos, con aquel que había perdonado a la
mujer adúltera, y los mismos ojos que minutos antes habían visto el rostro de
Simón de Sirene, cuando por ordenes de los soldados romanos le ayudo a cargar
su cruz. Los mismos ojos que en su momento miraron los de Poncio Pilatos,
quitándole la paz eterna por su falta de decisión, y eliminando cualquier
posibilidad de que volviera a dormir bien y sin pesadillas.
El Centurión había visto morir a un
hombre inocente, y por inspiración del Espíritu Santo dijo: “Verdaderamente
este hombre era el hijo de Dios”. Fue testigo del momento justo en que la
humanidad mataba al Cordero que redimiría sus pecados, según estaba escrito.
Por primera vez en su vida, el
Centurión no sabía qué hacer. Era un militar, un hombre entrenado que tenía la
capacidad de reconocer o diferenciar entre la chusma y un líder, podía saber quién
era alguien y quién no, en la sociedad de aquellos años. De pronto escuchó al
nazareno diciendo: “consumado es”, no pidiendo misericordia o piedad, sino más
bien la proclamación de un guerrero que colgaba de un madero, el rugido de un
león, el León de la Tribu de Judá, que por amor a nosotros, entregaba su vida
ante la presencia de su padre, cargando en sí todos los pecados de la
humanidad.
Todo había acabado en ese lugar, los
dos ladrones murieron, igual que aquel que llamaban rey de los judíos. Solo
faltaba comprobar que todo había terminado; el soldado introdujo su lanza en el
costado de Cristo, y su sangre y agua lo bañaron desde las alturas. Ya no era
un soldado común, ahora era el centurión que Jesús miró a los ojos y baño con
su sangre. Ya no era un extranjero en tierras desconocidas, era un extraño en
un mundo al que jamás volvería a pertenecer.
En mi búsqueda en internet me gusta la
versión de Dante Gebel que sugiere que probablemente el centurión dijo: “Este
no era un carpintero, ¡imbéciles!, era el Hijo de Dios”.
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